Iván Darío Ávila Gaitán[1]
El título de este texto es una invitación, antes que nada, a plantearnos una serie de preguntas:
Primero: ¿la guerra contra los animales y la naturaleza es una guerra real o metafórica?
Segundo: ¿cuáles son los adversarios que supone dicha guerra?
Tercero: la guerra se libra contra los animales y la naturaleza, pero ¿son los animales y la naturaleza víctimas o adversarios en juego? Más aún, ¿de qué animales y naturaleza estamos hablando?
Cuarto: ¿superar la guerra implica abandonar las retóricas belicistas y guerreristas?, ¿implica asumir la existencia de la guerra y tomar partido por alguno de los bandos?, ¿implica hacer la paz entre adversarios o resolverla asumiendo una posición clara en el tablero o campo estratégico?
En lo que sigue intentaré abordar todas estas cuestiones. Para ello me serviré, en tanto hilo conductor, del libro Corona, climate, chronic emergency, publicado en el año 2020 por el ecomarxista sueco Andreas Malm y traducido por la editorial española Errata Naturae ese mismo año con el título El murciélago y el capital: coronavirus, cambio climático y guerra social.
Malm comienza este texto recordándonos que numerosos jefes de Estado de todo el mundo emplearon una retórica guerrerista para referirse a la contención de la coronavirus disease o enfermedad por coronavirus del 2019, la covid-19, asociada al coronavirus denominado por la OMS SARS-COV-2. Malm menciona, por ejemplo, que el presidente de Francia Emmanuel Macron dijo con total contundencia “Estamos en guerra”, que Donald Trump en Estados Unidos afirmó tajantemente “Estamos en guerra y nos enfrentamos a un enemigo invisible”, y que Boris Johnson en el Reino Unido se comprometió a “actuar como cualquier Gobierno en tiempos de guerra” y, haciendo referencia al virus, aseguró: “si seguimos las recomendaciones de los científicos, lo derrotaremos”. Por nuestra parte, en Colombia, el expresidente Iván Duque tampoco escatimó en apelativos guerreristas a la hora de hacer alusión a las diversas medidas adoptadas con el fin de afrontar la pandemia.
Esta historia es de sobra conocida. Sin embargo, Malm trae a colación a su vez algo que quizá no sea tan fácil recordar: un año antes, en el transcurso del 2019, Greta Thumberg popularizó la expresión “¡quiero que os asustéis!”, prolongando de esta manera un lenguaje alarmista, y a menudo asociado a las retóricas guerreristas, empleado ya hace muchos años por científicos y activistas ecologistas de todo el mundo. Los científicos y activistas ecologistas llevan años valiéndose de imágenes bélicas con el fin de evocar la posibilidad de que una sociedad, enfrentada a la muerte, una sus esfuerzos para sobrevivir. Bill McKibben, por ejemplo, en su artículo del 2016 A world at war asevera que el calentamiento global no se parece a una guerra, sino que en efecto lo es. Es una guerra mundial y sus primeras víctimas son quienes menos han hecho para desatarla: poblaciones humanas pauperizadas y racializadas, así como una multitud de especies animales no humanas y vegetales. Esto podría parecer exagerado hasta que nos percatamos de que el calentamiento global ya está matando más de 150 mil personas al año, y que estamos ad portas de la sexta extinción masiva de especies animales y vegetales tras la última gran extinción que acabó con los dinosaurios. Ahora bien, si esto es así, ¿por qué los líderes de las principales potencias capitalistas mundiales no han actuado con la misma contundencia que lo hicieron para enfrentar la covid-19? Si las guerras han obligado a la producción masiva de nuevas tecnologías y artefactos como los aviones, ¿por qué el calentamiento global no está obligando a producir masivamente tecnologías capaces de generar energías renovables?
Malm asegura que si los líderes mundiales han actuado con cierta celeridad en lo que respecta a la pandemia es porque esta, en primer lugar, afectó contundentemente a poblaciones humanas privilegiadas y, a su vez, permitió una gestión a nivel estatal, es decir, posibilitó el reforzamiento de los poderes estatales y las retóricas nacionalistas. En otras palabras, la eficiente respuesta ante la crisis se explica dada su conveniencia, antes que nada, para las clases políticas y sociales privilegiadas. Aquí me gustaría citar al propio Malm:
La lucha contra la covid-19 encaja con el paradigma dominante que se ha adueñado de la política del Norte en los últimos años: el nacionalismo. Podía llevarse a cabo cerrando las fronteras, enviando al Ejército a patrullarlas (Dinamarca aprovechó muy bien la oportunidad), promoviendo la autarquía, aislándose del mundo exterior. Los beneficios de estas medidas, siempre y cuando fueran eficaces, redundaron directamente en beneficio de la población nacional. Sin embargo, cuando hablamos de reducir las emisiones, los beneficios se repartirían por todo el planeta: los keniatas se beneficiarían de las drásticas reducciones de Alemania tanto como los alemanes, o aún más. La eliminación del CO2 no encaja de manera natural con el marco del Estado-nación. La guerra contra la covid-19 podía concebirse como una guerra clásica, valiéndose de toda la parafernalia del orgullo nacional -una nación que se protege, como en otros momentos de peligro de la historia; un pueblo que se cobija en el bastión del Estado-, mientras que una guerra contra el CO2 tendería a salirse de ese marco. Sería una guerra en beneficio de los nuestros y también de los demás. Ante todo, sería una guerra para salvar a los pobres (2020, p. 35).
Esta cita es clave por dos razones. Primero, porque nos invita a pensar que la crisis ecológica, en contraste con la gestión estatal y nacionalista de la covid-19, pone el foco, en primera instancia, no sobre las clases políticas y sociales privilegiadas, sino sobre las poblaciones humanas pauperizadas, feminizadas y racializadas, los animales no humanos y la naturaleza en general. Segundo, porque nos lleva a considerar que lo que se ha concebido como radical en realidad no lo es tanto. Es extremo, pero no radical. Las medidas adoptadas para contener la pandemia podrían ser calificadas fácilmente de extremas si las consideramos desde un punto de vista histórico. Por ejemplo, nunca antes se había confinado autoritariamente a la población mundial y mucho menos durante periodos tan prolongados. Esto contrasta con la eventual respuesta que requiere la crisis ecológica, cito nuevamente a Malm:
(…) cabe recordar, insisto, que ningún defensor de la reducción drástica de emisiones ha pedido jamás a la población que se someta a algo tan radical como un confinamiento. La mitigación del cambio climático nunca exigiría que la gente se encerrara en casa como ermitaños. De hecho, la vida en comunidad contribuiría a ese proyecto: ir en autobús, compartir comidas, celebrar una fiesta salvaje y desenfrenada en la calle, pasar más tiempo con nuestros familiares en las residencias de ancianos o comprar la entrada de un concierto en vez del último modelo de videoconsola por Amazon estaría en consonancia con el empeño por vivir sin combustibles fósiles (2020, p. 39).
Con lo anterior alcanzamos un aspecto crucial. Me refiero a que las medidas de contención de la pandemia han sido extremas, pero en absoluto radicales. Es decir, han sido profundamente autoritarias y pensadas desde el punto de vista de los intereses de las clases dominantes; sin embargo, no atacan las raíces estructurales del problema, que es lo que exige una posición realmente radical. Esto es así porque, como afirma Malm, las raíces estructurales de la pandemia son las mismas que las del cambio climático, por lo que atacar la posible aparición de nuevas pandemias significa necesariamente atacar las causas del cambio climático y, por ende, asumir la imposibilidad de una gestión meramente estatista y nacionalista de los problemas, además de centrar la mirada, en primera instancia, en cómo las formas de vida de las poblaciones privilegiadas dependen de la subordinación y explotación de las poblaciones humanas pobres, feminizadas, racializadas, así como de los animales no humanos y la naturaleza, que son a su vez las primeras víctimas de la crisis ecológica.
Con base en esto, Malm afirma que, efectivamente, actualmente hay una guerra en curso, una guerra entre el Capital y la vida en general. Podríamos incluso ser más específicos y asegurar que la crisis ecológica implica, necesariamente, entender que actualmente hay en curso una lucha de clases, pero también de raza, género y especie que está llegando a un punto de no retorno. No se trata, por ende, de una guerra metafórica, sino enteramente real. La guerra constituye una figuración que, como todas las figuraciones, es la vía de acceso a lo real. Esto responde nuestra primera pregunta, pero no las tres restantes. Retornemos entonces a la segunda: ¿cuáles son los adversarios que supone dicha guerra? Teniendo en cuenta lo dicho hasta el momento es evidente que existe un antagonismo entre los intereses de los sectores y las clases dominantes y lo que resultaría más conveniente, en primer lugar, para las clases y los sectores subordinados y explotados, tanto humanos como no humanos. No obstante, en la medida en que -como bien lo ha puesto de manifiesto James O’Connor- el funcionamiento del capitalismo minas sus propias condiciones materiales de existencia y las de los seres humanos en su conjunto, las clases y los sectores dominantes también deberían estar interesados de emprender la fuga respecto a sus privilegios de clase, género, raza y especie, pues su forma de existencia resulta insostenible tanto para ellos como para su propia descendencia.
La guerra, entonces, es la de la vida misma, la de la vida humana y no humana, en su lucha por defenderse y liberarse de los órdenes de poder que la minimizan. Como reza el título de un reciente libro de Maurizio Lazzarato: “El capital odia a todo el mundo”. Pero mientras haya quienes se resistan a abandonar sus posiciones dominantes o mayoritarias en términos de poder la guerra también será entre quienes sufren la subordinación y la explotación, los más vulnerables, y quienes pretenden prolongar y reproducir las dinámicas de explotación y subordinación de los seres humanos, los animales no humanos y la naturaleza. Así, los animales y la naturaleza, como también los seres humanos históricamente animalizados, no son solo víctimas pasivas de la guerra en curso, sino, forzosamente, adversarios. Ilustraré esto volviendo a Malm y al problema de la pandemia de covid-19, a la vez que pongo el foco en un tipo muy conceto de animal no humano, el murciélago, y en su eventual alianza estratégica inter o transespecie con los seres humanos.
Es bien sabido que el patriarcado capitalista antropocéntrico occidental detesta el vacío de la naturaleza salvaje, de la naturaleza por él mismo delimitada como aún no sometida a la ley del valor, de la acumulación. El patriarcado capitalista antropocéntrico occidental tiene el imperativo de suponer una naturaleza salvaje para pasar a intervenirla, transformarla, explotarla, hacerla fuente de beneficios. Así, el Capital solo sobrevive expandiéndose y a costa de esa naturaleza delimitada como salvaje. Unas de las tantas expresiones de dicha naturaleza son los murciélagos y las selvas tropicales, como las que tenemos en Colombia. Es de conocimiento general que el Capital, en su tendencia expansiva irrefrenable, ha transformado las selvas en grandes plantaciones de monocultivos y ha generado el desplazamiento forzado y la proletarización de innumerables seres humanos históricamente racializados. También es de conocimiento público que las empresas madereras y la explotación ganadera contribuyen significativamente a la deforestación. A lo anterior habría que añadirle la caza y el tráfico ilegal de los llamados animales salvajes, los narcocultivos, la urbanización acelerada y la reprimarización en clave extractivista de las economías de países tropicales. Ahora bien, esta ingente explotación de la llamada naturaleza salvaje, tanto humana como no humana, trae aparejado lo que Alf Hornborg denomina un “intercambio energético ecológicamente desigual”. O, en términos mucho más simples, dicha explotación está en función del consumo desaforado y las condiciones de vida de una minúscula parte de la población mundial.
Es irrefutable que la liberación de enfermedades y virus como el Nipah, la rabia, el ébola, el SARS y el MERS está asociada a esta tendencia expansiva, colonial, del Capital, y por ende a la destrucción de diversos tipos de ecosistemas. En las selvas tropicales, en condiciones habituales, los virus conviven con sus huéspedes muy a menudo sin que estos sean afectados, sin desatar enfermedades. E incluso cuando los virus desatan enfermedades estas no llegan a convertirse en epidemias. Cabe aquí aclarar que los virus y las bacterias no solo no son sinónimos de enfermedad, sino que han cumplido roles fundamentales en la diversificación genética de la vida biológica y sus dinámicas de evolución. De ahí que tengamos que distinguir muy bien entre el SARS-COV-2 y la enfermedad por coronavirus, la covid-19. Enfermedad que tiene sus orígenes en las dinámicas de explotación y subordinación de la llamada naturaleza salvaje, antes que en el virus como tal. Los focos causantes de las epidemias y la reciente pandemia no son los virus, sino los grandes centros de acumulación de capital como Hong Kong, Londres y Nueva York.
Solo así se puede entender la crisis asociada a la covid-19. No podemos separar la pandemia de covid-19 del desarrollo capitalista experimentado por China en los últimos años en el contexto del capitalismo mundial. El mercado de Wuhan, donde se produjo el salto zoonótico del virus hacia los seres humanos, está lejos de ser un mercado tradicional; es un mercado que, por un lado, responde a la necesidad de alimentar una población urbana industrializada en ascenso, y que, por el otro, satisface las cada vez más exóticas necesidades de jóvenes adinerados. El consumo de los llamados animales salvajes, dejémoslo claro, no se debe entender como un consumo cultural tradicional, sino como un consumo producto de las presiones por alimentar una fuerza de trabajo urbanizada en aumento y de la necesidad de satisfacer los deseos excéntricos de jóvenes adinerados, que ven en la adquisición de animales salvajes trofeos y recursos escasos símbolos de distinción. No es casual, en ese sentido, que Estados Unidos sea el segundo gran mercado para el tráfico de animales salvajes.
Con la instauración de mercados para el tráfico legal e ilegal de animales salvajes y domesticados, la deforestación y la expansión urbana con sus consecuentes demandas de consumo de alimento y energía en general, la complejidad ecosistémica que mantiene en relaciones relativamente estables a los virus se ve radicalmente alterada. Como apunta Malm, “a mayor biodiversidad menor es el riesgo de transmisión zoonótica” (2020, p. 58). La disminución en la pluralidad de las formas de vida acaba con los amortiguadores. Por ejemplo, y aquí cito nuevamente a Malm, “si en una selva abundan las ardillas, [estas] se llevarán una parte de las picaduras de las garrapatas que, en caso contrario, podrían diseminarse y atacar a los humanos” (2020, p. 58). De ahí la estupidez de quienes pretenden eliminar los peligros zoonóticos mediante el exterminio que lleva al sueño de selvas completamente asfaltadas, pues con el exterminio, con la pérdida de diversidad biológica, los patógenos se difunden aún más, y no solo se difunden, sino que mutan más rápidamente, pues deben encontrar nuevas formas de replicarse en espacios homogéneos y restringidos: en un entorno inmunizado la necesidad de creatividad de los virus para replicarse alterándose crece significativamente.
Pero centrémonos en los murciélagos, ¿por qué los murciélagos están asociados a la transmisión de enfermedades y virus como el Nipah, la rabia, el Ébola, el SARS y el MERS? Con la colonización, explotación y deforestación de las selvas tropicales los murciélagos se desplazan y entran en un contacto poco común con los seres humanos. En condiciones habituales, los murciélagos son grandes polinizadores de plantas, diseminadores de semillas y controladores de insectos. Asimismo, tienen una forma de vida bastante peculiar, que contrasta con la de otros mamíferos. Los murciélagos hospedan virus como ninguna otra especie, pero dado el esfuerzo corporal que deben hacer para volar se mantienen en un estado febril, de temperatura elevada, que impide que los virus se conviertan en agentes patógenos, es decir, con la elevada temperatura son los virus los que deben hacer un esfuerzo por adaptarse a los cuerpos de los murciélagos, no tienen el control de estos. A su vez, su forma de vida extremadamente gregaria, en colonias con una alta densidad poblacional, permite que rápidamente se desarrolle la denominada inmunidad de rebaño. Finalmente, que habiten y descansen en lugares altos significa que sus excreciones caen al piso, no tienen, como en el caso de otros mamíferos, que entrar en contacto con las mismas.
Ahora bien, el desplazamiento forzado, producto de la guerra de especies impulsada por el Capital, ha sometido a los murciélagos a un nivel de estrés inusitado. Sus sistemas inmunológicos se han tendido a debilitar, lo que aumenta su cantidad de excreciones potencialmente contaminantes y dañinas para los seres humanos. Con la destrucción de las selvas tropicales no solo los murciélagos entran en contacto con los humanos y con especies animales consumidas por estos, sino que aumentan las posibilidades de que las excreciones, diseminadas a través del vuelo, se conviertan en elementos peligrosos para los seres humanos. Los virus, no siendo particularmente peligrosos ni para los murciélagos ni para otras formas de vida en las selvas tropicales, se convierten en agentes patógenos fuera de estas. Lo anterior significa que el virus transformado en agente patógeno es solo un virus tomando partido, posicionándose ante la guerra en curso, la guerra contra los animales y la naturaleza, si bien no de una manera consciente o deliberada.
En esa misma dirección podemos traer a colación, de la mano de Malm, una historia de resistencia que implica la construcción de alianzas inter o transespecie:
El Cockpit Country, en el corazón de Jamaica, es un paisaje kárstico formado por la disolución de roca caliza, que ha dado forma a cientos y cientos de picos alrededor de valles profundos, que continúa bajo tierra en innumerables cuevas. El bosque ofrece multitud de cobijo y alimento: ñames, plátanos y guayabos, algodón, bálsamo de maría, samán… Es un refugio de más de una docena de especies de murciélago endémicas; y, en época colonial, también ofrecía cobijo a los esclavos que escapaban de las plantaciones, los cimarrones que lucharon contra los británicos desde esa fortaleza inexpugnable. Según la tradición oral, los cimarrones rellenaban sus mosquetes con pólvora elaborada con el guano de los murciélagos de las cuevas, tan rico en nitrógeno que era explosivo. Las comunidades de cimarrones descendientes de los esclavos fugitivos siguen viviendo en los pueblos que rodean el bosque y son sus custodias, pero se enfrentan a una amenaza: en ese suelo hay bauxita. La empresa minera canadiense Noranda lleva años frotándose las manos, esperando la luz verde para comenzar con la minería a cielo abierto, pero hasta ahora el Gobierno se muestra titubeante (2020, pp. 66-67).
Superar la guerra en curso conlleva aceptar que la guerra existe, no adoptar una posición negacionista, como ha tendido a suceder en el caso colombiano. Pero también implica aceptar que ocupamos posiciones diferentes en el campo estratégico, y que si quienes ocupan las posiciones dominantes no están dispuestos a traicionar a su clase, a fugarse de su clase, e insisten en reproducir sus privilegios a costa de la llamada “naturaleza salvaje”, será esa “naturaleza salvaje” la primera en empezar a resistir, sea de una manera devastadora tanto para los humanos como para otros animales, o de una manera tal que implique la constitución de alianzas inter y transespecie, como en el caso de la fortaleza rocosa quiróptero-cimarrona jamaiquina.
Referencias
Malm, A. (2020). El murciélago y el capital: coronavirus, cambio climático y guerra social. Madrid: Errata Naturae.
McKibben, B. (2016). “A world at war”. The New Republic, 247(11), 16-23.
[1] Doctor en Filosofía. Investigador y docente universitario. E-mail: idavilag@unal.edu.co