Leff, E. (2018). El Fuego de la Vida. Heidegger y la cuestión ambiental. Ciudad de México: Siglo Veintiuno Editores.
Adentrarse en esta densa y deslumbrante obra escrita por el sociólogo ambientalista y filósofo mexicano Enrique Leff obliga a un ejercicio de paciente atención y de estricta perseverancia, en la medida en que, con su fascinante lectura, ingresamos en los laberínticos vericuetos de la metafísica contemporánea a través de la mirada abisal de Martín Heidegger. No es posible, pues, un solo descuido en el acecho de la perspicaz y rigurosa argumentación desplegada por el autor a la hora de hacer seguimiento a la evolución conceptual del pensamiento heideggeriano, ya que se corre el riesgo de desprenderse del hilo de Ariadna y extraviarse en la vasta maraña terminológica y conceptual que abunda en sus páginas. Ahora bien, para desbrozar la densidad narrativa que vertebra este inmenso trabajo exegético, conviene advertir sobre varios aspectos reveladores de este libro.
En primer lugar, a nuestro entender el ensayo que presenta Enrique Leff no es, en puridad, un análisis específico del universo filosófico de Martin Heidegger. Más bien se pertrecha de su bagaje reflexivo para sondear las causas de la crisis ecológica actual. Adopta su óptica genealógica para descender a la urdimbre primordial sobre la que se erige la ontología occidental a fin desvelar allí la razón de que el modelo civilizatorio moderno se muestre contrario al impulso expansivo de la vida. A este respecto, en la reflexión de Leff no hay medias tintas. Lleva su diagnóstico al extremo y adopta, por tanto, una postura radical. Dicho de otra manera, palpita en lo dicho por el autor una profunda desconfianza e incredulidad en las estrategias de imposición de contrapesos reformistas en el modelo económico imperante (identificado con un capitalismo que busca espacios de auto-legitimación a partir de una supuesta economía verde, azul, o incluso púrpura), en la visión del mundo que se gesta en la política contemporánea o en el papel supuestamente corrector de las ciencias de vanguardia (dando lugar a un paradigma de tecno-ciencia globalizada) ya que el problema remite al modo prototípico de ontología existencial asumida, a los marcos elementales de comprensión de la vida que se van consolidando desde los primeros interrogantes sobre el ser formulados por los griegos de la antigüedad. En ese sentido, M. Heidegger, además de constituir el interlocutor más indicado para desescombrar las opacidades y sombras relativas al ser, se convierte en un mediador sin igual para arribar al pensamiento del protagonista primordial de este trabajo: Heráclito de Éfeso, el “oscuro”, y su misteriosa noción de physis (Φυσις). Un verdadero desafío al que el investigador mexicano no titubea en enfrentarse.
En la relectura de Leff acerca del sendero filosófico trazado por Martin Heidegger en torno al ser (contenida fundamentalmente en la primera parte del libro: Ser / Vida: Heidegger ante la cuestión Ambiental), subyace un intento por elevar a la conciencia ciertas consecuencias o derivas de su monumental reflexión que, a su entender, no han sido tenidas en cuenta o han sido relegadas al olvido. Existe siempre en lo pensado una posibilidad de pensar más allá, un horizonte de lo que puede pensarse, de lo que está “por pensar” y todavía no ha sido objeto de meditación. Pues bien, en su minucioso abordaje acerca de la manera en que Heidegger afronta la pregunta crucial por el ser, Leff recrimina a éste incurrir en un oscurecimiento y, en cierta forma, una omisión evidente de los cuadros de comprensión sobre la vida. Pese al afán esclarecedor de la existencia humana (el Dasein: “ser-ahí”, “ser-en-el-mundo”, “estar-en-el-mundo”), digamos que hay algo impensado que se relaciona con dicha tentativa, y que tiene que ver con un desentendimiento de la vida. Es decir, la crítica heideggeriana a la “onto-teología” tradicional acarrea, a través de los senderos transitados de modo recurrente por el filósofo alemán, una propuesta ontológica que no se abre a los marcos de sentido derivados del mistérico enigma vital. En ese sentido, nos atreveríamos a afirmar que la lectura que extrae Leff del edificio conceptual heideggeriano es ambivalente, puesto que oscila entre la suplementación y la tenaz oposición. Vayamos por partes.
El autor no duda en llevar a cabo una travesía que nos retrotrae a los orígenes de la metafísica occidental (capítulos 2-12), a entablar una especie de diálogo con aquellos pensadores referenciales con los que polemiza M. Heidegger (Henri Bergson, Wilhelm Dilthey, Edmund Husserl) para concluir que la visión del mundo que se desprende del terreno ontológico cultivado en occidente confunde, cuando no encubre, la latencia pre-ontológica desde la que emerge la infinita diversidad de lo vivo y que queda encuadrada en la clásica pero no por menos enigmática alusión por parte de Heráclito a la physis (Φυσις: naturaleza). Ahí se encontraría el origen último del problema, ligado sempiternamente al yo como nuestra discreta sombra, y cuyas transfiguraciones a lo largo de la historia desembocan, hoy en día, en el desbocado maltrato a la tierra. Si hacemos nuestro el léxico heideggeriano en su pesquisa “ontológico-fundamental”, es posible afirmar que el relato temporal en el que se entreveran las relaciones del Dasein con el Ser, desde la lógica teleológica que alumbra Parménides hasta la razón tecno-científico-económica que se alza sobre el mundo, demuestra una errónea comprensión del mundo.
Ciertamente, a nuestro juicio Leff no trata de salvar el quiasmo esencial que se abre ante el mismísimo entendimiento cuando el hombre persigue articularse con el enigma que es la vida, cuando apresamos intelectiva o simbólicamente aquello que no es y que siempre se escabulle entre nuestros dedos, aquello de cuya huella fantasmática se advierte sólo el testimonio de su ausencia (circunstancia consubstancial a la entrada del hombre en el destino cósmico). Lo que se nos dice es que, en la indagación de la existencia humana (menschliches Dasein), no se ha sido certero en la respuesta a la pregunta trasladada por W. G. Leibniz: “por qué ser y no nada” (interrogante que aparece en su obra Principes de la nature et de la Grâce fondés en raison, 1714), esto es, la cuestión por la vida: “¿por qué hay vida y no ausencia de vida?”.
Pero… ¿en qué medida esto es así? Enrique Leff dedica gran parte de su trabajo a sostener, desde diferentes perspectivas, que en la práctica filosófica de M. Heidegger, la vida queda subsumida en el orden ontológico que vertebra la experiencia humana. De esta forma, la vida es movilizada como vía para el auto-esclarecimiento, como una fuente inspiradora para la solemne reflexión sobre el Ser. Hay pues una asimetría de fondo que certifica la preeminencia de las estructuras del Ser en la constitución de la vida. Y esta es la razón por la que Enrique Leff, apoyándose, entre otros, en los planteamientos críticos de los filósofos franceses Michel Haar y Jacques Derrida (parte 1, capítulo 5 -no obstante, se encuentran cuantiosas referencias a éste último en otros capítulos del libro), no vacila en afirmar que M. Heidegger yerra en el intento de ontologizar la vida, en la medida en que el Dasein irrumpe como una ontología de orden superior al que aquella se supedita. La vida como tal, en el análisis heideggeriano, sigue una trayectoria excéntrica en su constelación conceptual, queda excluida en la dilucidación filosófica del Dasein. Y en tal inadvertencia le acompaña también, por no poder ser aprisionada fenomenológicamente, la simbiogénesis, en tanto que proceso que se articula en el juego entrópico-neguentrópico de la termodinámica de la vida.
Parece evidente que Enrique Leff imputa a Martin Heidegger un olvido de fondo en su pretensión de rescatar del olvido al propio ser. Es necesario desescombrar lo que ha quedado soterrado bajo la densa pretemporalidad del fundamento último desde el que se experimenta el mundo y los entes concretos que en él se muestran. Para ello, una posible solución puede ser inducir el dislocamiento del Ser con la finalidad de acoger la vida como el escurridizo e intangible suelo-raíz que conmociona la ontología tradicional occidental.
“La vida retorna nuevamente como una cuestión filosófica: no sólo porque valga la pena pensar la vida filosóficamente, sino porque la destrucción ecológica de la biosfera es un hecho filosófico, o para decirlo más claramente: porque la causa de la degradación ambiental es metafísica. La crisis ambiental no es un acontecimiento natural –un evento de carácter geológico, ecológico o termodinámico-, sino un hecho ontológico. Y lo es, no porque deba ser comprendido ontológicamente, sino porque ha sido generado por el pensamiento ontológico, ya que ha sido destinado por la pregunta originaria por el ser que ha dominado al pensamiento filosófico desde su “primer comienzo”, y hasta el “otro comienzo” en el que Heidegger intentó abrir nuevos senderos pensantes; primero con su ontología fundamental y en luego, en su Kehre, en su meditación de la “Verdad del Ser””. (p. 168)
Nos atreveríamos a afirmar que la sagaz mirada que E. Leff proyecta sobre el monumental edificio filosófico construido por M. Heidegger contiene, por un lado, un incuestionable poso emancipatorio, en la medida en que busca trascender las estructuras eidéticas que contienen, entre férreas demarcaciones ontológicas, a la vida misma. Ahora bien, Martin Heidegger hace, sin pretenderlo, de guía privilegiado en la identificación del problema existente en su propio sistema y, en cierta forma, alumbra un camino de salida (consistente en el desarrollo de un horizonte no logocéntrico de comprensión inclusivo de la vida) frente a la fatídica encrucijada ante la que se encuentra el pensamiento occidental. En ese sentido, Enrique Leff pretende asomarse al envés, a la sombra desde la que se erige todo ser y todo pensar (pre-ontológico, inconsciente e inmanente). El más allá de lo ontológico que nos sitúa ante el sempiterno desafío hermenéutico de su imposible captación (es decir, atrapamiento conceptual). Se trata de recuperar aquella realidad elemental que ha sido relegada al ostracismo por su inaprensibilidad ontológica, aunque nunca haya abandonado la espesa encarnadura de nuestra existencia, para llevar a cabo un re-pensamiento radical de la vida. La cuestión no es en absoluto baladí, puesto que esta radicalidad en el pensamiento del autor se dirige de manera premeditada al ejercicio de una exploración genealógica sobre las auténticas raíces de la crisis ecológica. La clave, por tanto, es cómo desde lo ontológico se incorpora en la reflexión del ser lo enigmático de la vida que sirve de base para la construcción del mundo.
Para alcanzar dicha aspiración es preciso es volver al pasado y retornar al origen histórico donde se produjo el encuentro entre la physis (Φυσις) y el logos (λóγος). El autor en este punto se enfrenta a un supuesto básico: si la metafísica oscurece la comprensión de la vida y ésta se convierte en un enigma que debe ser controlado (tanto en términos teóricos como desde un punto de vista práctico), se hace obligado ponderar de nuevo lo dicho por Heráclito de Éfeso, ya que lo que se pone en juego es la posibilidad de vislumbrar algo no pensado en la ontología occidental (parte 2, capítulo 13). Sorprende relativamente que, en esta tarea de advertir lo nunca revelado tras las palabras del “oscuro” (donde tenemos trabajos tan significativos como las de Oswald Spengler, Rodolfo Mondolfo, Giorgio Colli, G. S. Kirk, Miroslav Marcovich, Eggers Lan, William K. C. Guthrie, Patricia Curd, Roman Dilcher, etc.), Enrique Leff recurra, una vez más, a dos estudios clásicos escritos por Martin Heidegger en torno a la physis heraclítea (concretamente, Heráclito, Cursos de 1943-1944: El inicio del pensar occidental; Lógica. Doctrina de Heráclito del Logos), sabiendo lo particulares y, hasta cierto punto, interesadas que son las puntillosas interpretaciones del filósofo alemán (claro ejemplo de ello es la ya clásica interpretación, escorada hacia la preocupación metafísica, que hace Heidegger de Friedrich Nietzsche; véase al respecto Nietzsche I und II. -1936-1946- ). Y digo relativamente porque el autor, sospechamos al menos, está interesado en acompañar sigilosamente el “giro” dado por Heidegger en torno a lo dicho por Heráclito, en especial, su intento de proporcionar luz –“desocultamiento” (Unverborgenheit)-a la noción de “Logos” (λóγος) a través del Ereignis (el evento, el acontecimiento) del ser (parte 2, capítulo 14). Con ello cree aproximarse a aquello que aguarda a ser pensado, y que ni siquiera fue barruntado por la penetrante lucidez de Heidegger, en relación con la exuberante imbricación del logos (λóγος) y la physis (Φυσις).
“Lo que aquí se juega no es sólo –ni fundamentalmente-, una verdad más originaria que la adecuación del logos y del eidos a los entes que emergen; sino la manera como la ontología misma, en su modo de comprensión del ser, ha instaurado a lo largo de la historia de la metafísica una razón que funda e instituye la racionalidad tecno-económica, ocultando la potencia emergencial de la physis y haciendo declinar la fuerza neguentrópica de la vida, enactuando el metabolismo de la vida en la biosfera hacia la degradación entrópica del planeta” (p. 279).
Los vibrantes ecos de la incesante dinámica creadora de la vida se aplacan cuando colisionan contra pétreo orden de la existencia erigido sobre la base de la subyugante pareja del Ser y el Pensar, o, de otra forma, entre lo Real y lo Simbólico. No obstante, E. Leff trata de maniobrar bajo la honda trama ontológica urdida por Heidegger para destapar los silenciados y olvidados atributos de la physis (Φυσις) (que, en la actualidad, han sido asociados con la autopoiesis o con la complejidad emergente). Bajo esta nueva perspectiva, la physis (Φυσις) se descubre como la fuerza diferenciadora por antonomasia que genera entes sin que, por ello, constituya un ente u objeto alguno. Así se mantiene oculta al entendimiento. Teniendo en cuenta tal condición de latencia pre-ontológica, el autor se extiende a través de capítulos enteros en demostrar una más que evidente equivalencia entre el ciclo emergencial de la physis(Φυσις) (que oscila entre la pujanza y el decaimiento) y los procesos neguentrópicos y entrópicos, estudiados desde diversos campos científicos, que se producen en la biosfera terrestre (parte 2, capítulos 19-29). Lo que nos dice el autor en este punto es que el empuje hacia la manifestación, entendido como un proceso connatural a la physis(Φυσις), fue “escleritozado” (si se nos permite la expresión), “fosilizado” por el propio pensamiento del logos (λóγος), generando un régimen ontológico contrario a la vida desde el que se ha ido configurando la racionalidad tecno-económica actual.
“La apertura de la vida desde el caos originario –de la termodinámica entrópico-neguentrópica de la vida- se despliega a través de las diversas vías de enactuarla desde los modos en que el ordenamiento de la physis se traduce –se significa, se incorpora y se practica-a través de los imaginarios sociales y las ontologías existenciales de los Pueblos de la Tierra. El enigma que de allí brota es el “hecho” de que el “sentido común” que se configura en los modos de significación y los “sentidos de la vida”, hayan llegado a contravenir la “verdad de la vida”, las condiciones propias de la vida” (p. 293).
Llegados a este punto, considero conveniente introducir un par de observaciones. En primer lugar, resulta en cierta medida inesperado que en todo este proceso de acercamiento a la experiencia occidental de la physis (Φυσις), el autor no ponga de relevancia la alternativa al callejón sin salida de la ontología occidental que Ernesto Grassi (a la sazón, discípulo del propio Heidegger) acierta a vislumbrar en cierto “humanismo retórico” o las extrañas e inquietantes miradas aventadas por el inspirado influjo taoísta o las incursiones anonadantes del budismo zen y sus derivas más académico-filosóficas a las que Heidegger miraba de reojo (a través de las traducciones de clásicos chinos que tuvo entre sus manos -realizadas por Victor von Strauss, Richard Wilhelm, Jan Ulenbrook y, sobre todo, Martin Buber- como el Zhuangzi (Chuang Tzu) o el Tao-tē-king o la intermitente interlocución con filósofos o estudiosos budistas japoneses – pienso, por ejemplo en Tokuryū Yamanouchi, Hajime Tanabe, Shūzō Kuki y, más tarde, Keiji Nishitani-). No hay duda de que el estímulo intelectivo estratégicamente administrado, o incluso la “apropiación subrepticia” (tal y como lo denomina Reinhard May) del pensamiento extremo-oriental permite a M. Heidegger ahondar gradualmente en la comprensión de la fenomenología del ser y, por tanto, perfilar un reconocimiento más ajustado del problema del hombre como “lugarteniente de la nada” y “pastor del ser”.
En segundo lugar, la latencia procreadora expresada en la physis (Φυσις) se sitúa en un orden de la existencia distinto a la ontología que germina desde el logos (λóγος). En tanto que la lógica estabilizadora y reductiva del logos(λóγος) se pone en funcionamiento, la physis (Φυσις) deja de ser lo que es, se transforma en algo que no es, retrocediendo incansablemente a su horizonte de latencia. En suma, es inapresable por el logos (λóγος). Esta articulación cuasi-universal con el enigma que, salvando las distancias y, por supuesto, los conceptos, está presente en numerosas tradiciones de conocimiento del mundo, resulta distinto, en lo profundo, de una disposición del logos(λóγος) históricamente determinada, un logos (λóγος), digamos, matizado, un logos (λóγος) logocéntrico. Desde ese punto de vista concreto, no es posible dejar de apreciar en la rotunda argumentación de Enrique Leff cierta teleología inexorable que une a todos los que pertenecemos a la cultura occidental en un único destino predeterminado, desde aquel instante inspirador de tránsito hacia el logos (λóγος), que conduce, con el pasar del tiempo, a poner en riesgo las condiciones de vida planetarias debido a la ontología técnica y racionalidad económica imperante en nuestras sociedades contemporáneas. Con todo, no estaría de más recordar que M. Heidegger, a pesar de todo, estuvo siempre muy alejado de las remotas costas de Éfeso.
Pues bien, a pesar de que únicamente por el resignado trabajo de re-interpretación y restitución de la vida a través de la hermenéutica heideggeriana sobre el sentido del ser es justo atribuir a esta enorme obra un valor destacado, el propósito de la misma, sin duda, va mucho más allá. Y es que en los capítulos de la segunda parte de la obra (aglutinados bajo el sugerente título de El fuego de la vida y el poder de la razón), Enrique Leff se embarca en una travesía intelectual que va recalando, sin solución de continuidad, en determinadas figuras descollantes de la filosofía occidental moderna que han considerado como objeto de meditación el trasfondo creativo y diversificado de la physis(Φυσις). Desde Friedrich Nietzsche a Michel Foucault, pasando por Dominique Janicaud, el hilo conductor que saca aquí a la luz E. Leff tiene que ver con el profundo rechazo, manifestado por todos estos pensadores, a las directrices marcadas por el régimen ontológico instaurado por la Gestell (entendida, según el repertorio léxico de Heidegger, como disposición o estructura de emplazamiento) de nuestro mundo contemporáneo y con la apremiante necesidad de cuestionar las bases cosmovisionales que marcan el direccionamiento interno de la racionalidad tecnocrática moderna. Pero eso no es todo. Leff nos impele, además, a comprender que el descubrimiento occidental de la physis (Φυσις) muestra nexos profundos de afinidad con los modelos científicos que explican el comportamiento holístico del planeta en términos de retroalimentación entrópica-neguentrópica (parte 2, capítulos 19-29). Para ello no vacila en apoyarse en teorías como las de Vladimir I. Vernadsky, Alfred Lotka, Erwin Schrödinger, Arthur Peacocke, Jeffrey Wicken, Steward Kauffman o incluso, el padre de la bioeconomía, Nicholas Georgescu-Roegen.
Queda claro en este recorrido la existencia de serias dificultades para que se pueda lograr un ajuste perfecto entre la evasiva vida y el orden simbólico humano. Pero la cuestión es otra, esto es, cómo construir una ontología existencial, un imaginario social que tenga en cuenta la vida, que la incluya en su orden de sentido, que la favorezca en su inmanencia y a escala planetaria. No resulta en modo alguno anecdótico que, en relación con esto, Enrique Leff ponga su atención en los trabajos sobre el imaginario social desarrollados por el filósofo y sociólogo greco-francés Cornelius Castoriadis (parte 3, capítulo 31), ya que acierta a atisbar en este tipo de creación indeterminada de carácter colectivo el resquicio por el que la vida se interna y se encuentra realmente presente. Tan sólo hay que agudizar, o tal vez transfigurar, nuestros cuadros de percepción para percatarse de que subyace una dimensión ante-predicativa encarnada que co-determina la visión colectiva de las cosas con anterioridad a la actividad cognitiva del sujeto. Sobre esta articulación trascendente que abre el horizonte existencial y gnoseológico (en el que, dicho sea de paso, cabría incluir esa logique du cœur puesta en evidencia por Pascal y asumida en todas sus consecuencias por Max Scheler) se alumbran innumerables visiones del mundo. Y es en este contexto donde entran a jugar un papel protagónico, por constituir una visión en cierta manera enfrentada a la racionalidad occidental, los imaginarios ancestrales de los Pueblos de la Tierra.
“En la noción heideggeriana del Dasein se ha borrado la creatividad de la vida, la poiesis de los mundos que emergen de las complejas relaciones entre cosmologías, geografías, territorialidades y mundos de vida en su reconstitución permanente en la co-evolución biocultural de la vida: por los modos como el metabolismo de la biosfera es movilizado por los modos de ser-en-el-mundo: por los modos como la vida ha sido y será con-movida por los regímenes ontológicos instituidos y por la institución imaginaria de los Pueblos de la Tierra” (p. 525).
Cabe enfocar este planteamiento desde otro modo. Si el afán de permanencia de toda ontología que instaura coordenadas particulares para la comprensión de la vida modula una articulación racional específica y selectiva (normalmente, bajo el principio de asimetría), no sólo con la inmanencia productiva de la physis (Φυσις) (generando un control sobre su empuje o inhibición), sino de encuentro relacional con otras ontologías, lo que entra en escena es una empresa de ontología política. Ciertamente, en la medida en que los cuadros ontológicos de ordenación del mundo se proyectan en prácticas y hábitos concretos, y no sólo en el plano representacional, la ontología política que pugna por sobresalir y perdurar desde un puesto de dominancia influye también en los impactos directos que se ejercen sobre las condiciones físicas en las que se expresa la vida sobre el planeta. Huelga decir a este respecto que Enrique Leff se muestra absolutamente escéptico (me atrevería decir que incluso descreído) sobre la real posibilidad (alentada vehementemente por instancias políticas y económicas que hunden sus raíces en el proyecto de globalización planetaria) de que puedan afirmarse las condiciones vitales terrestres bajo los parámetros racionales del logocentrismo tecno-científico occidental. Más allá de la empresa universalista del modo de ser occidental resisten en el presente otras ontologías relacionales y modos de existencia que materializan territorialmente una relación con la condición inmanente de la vida favorable. De ahí que la esperanza haya que encontrarla en las visiones del mundo atesoradas por los Pueblos de la Tierra del sur. La diferencia estriba en que concurren aquí lógicas racionales divergentes. Por ello resulta necesario, cuando abordamos el problema ecológico que asola la Tierra, explorar la naturaleza de lo racional y abrir con ello un campo de estudio (aprovechando las posibilidades que ofrece la interpretación weberiana acerca de lo racional en sus variantes tipológicas y construcciones históricas) que auspicie el tránsito de una racionalidad logocéntrica a una racionalidad eminentemente ambiental (parte 3, capítulos 34-36). Nos hallamos, en suma, ante un ejercicio de transformación arduo y comprometido, que tal vez haga que el alma estremecida del hombre retorne nuevamente a la hondura de ese fuego eterno e invisible que hace germinar el misterio de la Tierra.
“Φυσις, la palabra matinal del pensamiento ontológico, seguirá abriendo el pensamiento a lo “por pensar” de la vida, mientras en la Tierra siga ardiendo el Fuego de la Vida que aviva los procesos de rexistencia de la humanidad en el ejercicio de sus derechos de ser-en-el-mundo” (p. 626)
Debe estar fuera de toda duda para aquel lector, a buen seguro atrevido o emboscado, que se aproxime al expuesto contenido de esta obra referencial, de las que sin duda hay escasas en este periodo de languidez espiritual que nos ha tocado vivir, altas dosis de honestidad y valentía, ya que en sus páginas el autor nos embarca en un viaje a la raíz donde se originan los trances de nuestra civilización, frente a los cantos de sirena de aquellos que, por espanto, torpeza o iniquidad, desean mirar para otro lado.
Carlos Hugo Sierra